Cambiar de nombre
Algún día alguien lo nombró, alguien le dio eso que es un rótulo primero y la identidad después, ese algo de viene de afuera y se va convirtiendo en adentro, en tan adentro que está en el miedo, clavado en la piel, doblado y reblandecido. Alguien le dio nombre, le dijo que debía estar alerta cuando le dijeran de cierta manera, le alertó del miedo que le debían producir ciertos sonidos. Y le llamaron Tigre Consentido.
Valiente pero frágil, olvidadizo y perezoso, Tigre Consentido decidió que su destino debía ser vagar por los caminos sin repetir nunca un trayecto. Así que empezó a andar, a andar sin tener una meta distinta a la de nunca repetirse, y así como nunca volvía a pasar por un lugar por el que hubiera pasado antes, cada día era diferente, cada mañana despertaba con un deseo más extraño, más novedoso. Quería perder ese nombre y crearse otro él mismo, quizás Oreja Perdida, quizás Fantasma en Vida, quizás Beso Sin Piel.
No sé cuánto caminó, porque él tampoco lo sabe. No sé por cuántos ríos pasó, cuántas personas conoció sin volver a ver, cuántos lugares nombró para luego olvidar. Él tampoco lo sabe, aunque pronto se dio cuenta de la necesidad de recordar, de tatuar todo en su cabeza para prevenir el peligro de volver a pasar por algún lugar, de repetir un silencio, una sonrisa, un bostezo. Caminó otro poco y sintió ganas de volver a algún punto, de continuar una conversación interrupta, de mirar con más detenimiento a alguna niña hermosa. Supo que se trataba de un gran peligro, según cuenta, y reprimió esas ganas; cuando notó que eso no era suficiente decidió conseguir una libreta y anotar los nombres de los lugares, el sabor de las cervezas, las diferentes marcas de chocolates. Y siguió.
Así, con todo eso, cuando quería revivir algo, cuando sentía que iba a vomitar y todo lo que salía era el deseo de volver, sencillamente acudía a su libreta y leía, y dibujaba, y recordaba. Vivía. Revivía. Sobrevivía. Seguía adelante, pero no encontraba su nombre: seguía siendo Tigre Consentido. Alguna vez decidió dormir dos noches en el mismo lugar, no tanto por el sitio (antes había pasado una noche, por ejemplo, en la desembocadura de un río en el mar, con el viento bajando frío desde las montañas y el corazón empeñado en enamorarse) ni por la compañía, sino por el recordar lo que se sentía al repetir los sonidos al dormirse y al abrir los ojos y ver un mismo pedazo de pared o de cielo. Decidió que su recorrido sería un circuito, pero nunca volvió: ya sus pies no sabían llevarlo al lugar de partida.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había perdido, de nuevo. Ahora no perdido en un nombre impuesto, sino perdido en la búsqueda de otro. Decidió dejar de tener nombre, dejar de buscar lo que no existía. Fue esa noche cuando lo conocí, con los ojos grandes y hambrientos, recordando el inicio de su peregrinación sin fin, mezclando palabras de varios idiomas. Y cuando le pregunté cómo se llamaba ahora, me miró perplejo y triste, y dijo “Tigre Consentido”.
P.D. Y esta es para aquella que lo bautizó.
4 comentarios:
Mano, tantos meses y todavía soy su único lector?
Donde está la mercadotecnia a la botica?
Le cuento que estoy lejos de casa, que el otro día no le pude contestar porque estaba de afán (yo sé, si uno está de afán no debería conectarse), que casi no tengo interné, que me dió nostalgia bloggera y que me da pereza pensar un comentario inteligente sobre su post...
Saludos mano...
a mi tambien me da pereza
que fue primero: el nombre o la identidad???
siempre es bueno leerlo y retomar ideas que tiene uno en la cabeza para jugar con ese estilo de escritura. Nos hubiera ido bien con nuetsro Farmacity!
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