Tortura en público
Acabo de llegar de la calle 72 con carrera séptima, del corazón de las finanzas colombianas. Lo que dice poco o nada, pero así es. Y estuve allá no sólo porque trabajo a dos cuadras (sí, lo acepto: trabajo en el corazón del sector terciario, de los servicios de alto nivel, de donde brotan yuppies y secretarias, del centro del consumismo y el capitalismo salvaje. Ustedes deciden) sino porque alguien decidió que ese sería uno de los epicentros de la protesta de hoy contra el secuestro.
No tengo ni idea de quién organizó las "marchas pacíficas" de hoy, ni de si fue patrocinado por polistas o uribistas, si los cacaos le metieron plata o fueron las ONGs de derecha o de izquierda. Me importa un carajo. Yo salí porque siento que tengo que expresarme y que lo que yo diga tiene muchas más posibilidades de ser valioso y ser oído si lo digo con más gente, al unísono, en colectivo. Tan demócrata, el cretino boticario.
Qué bonito fue, cuánto me me emocioné. Pero ¿y ahora?
Ahora como que ya me quité el peso de encima, aliviané mi conciencia, soy una buena persona y un ciudadano con conciencia cívica. Ahora puedo salir de nuevo a la calle, caminar por ahí, siendo el mismo de ayer y un anticipo del que seré mañana. Me manifesté, grité, compartí y nada cambió.
O bueno, quizás sí cambió algo: ahora me torturo con estas cosas ante un público, aunque sea cibernético, desde el corazón del capitalismo descorazonada, desde la capital de un país (??) pujante (??) y lleno de violencia (??), desde mi desencanto y mi apatía, desde mi escepticismo y mi optimismo. Lo que sí sé, es que no basta con quitarme ese peso de encima. Gritar y sacudir un pañuelo blanco en un ritual pacífico y democrático no basta. Pero tampoco sé qué debería hacer.